Y de nuevo, meses después de nuestra llegada a Phoenix, nos encontrábamos en el aeropuerto internacional Sky Harbor de Phoenix. Pero bueno, por suerte, esta vez no era tan complicado con iniciar un viaje transatlántico ¡el vuelo a Las Vegas sólo duraba una hora! Nos dirigimos al mostrador de las líneas aéreas America West Airlines, que eran con la que íbamos a volar. Tenían terminales para facturar automáticamente, e intentamos hacerlo con ellos, pero no supimos, así que tuvimos que buscar un mostrador con una persona de carne y hueso para que nos facturara la maleta.
Quedaba muchísimo rato para el vuelo, y para el embarque (aproximadamente 2 horas) y habíamos planeado desayunar algo, pero cuando estábamos allí no nos apeteció sentarnos en una de las cafeterías de la segunda planta, así que nos dimos un par de paseos y al final, sentamos junto a la puerta de entrada, a matar el tiempo…
Fuimos un poco tontos, porque tendríamos que haber previsto que habría un jaleo tremendo para entrar, porque hacía escasamente un mes desde que había ocurrido lo de los tipos de Al-Qaeda y los explosivos en la pasta de dientes, y acababan de implantar en todos los aeropuertos las medidas aquellas de que nadie podía entrar con líquidos en los aviones… Cuando nos decidimos a pasar el control de policía, había una cola que ni para montarnos en la montaña rusa: daba varias vueltas... A pesar de todo, en aquella ocasión y las otras veces que después montamos en avión allí, comprobamos que el tema de “gestión de pasajeros”, por llamarlo de alguna manera, lo tienen bastante asumido: dan todas las explicaciones necesarias, aunque sean las más estúpidas, y el personal de los aeropuertos, por norma general, suele tratar bastante bien a los viajeros.
Estando en la cola, Pablo recordó que no había facturado su navaja suiza, que llevaba encima, así que nos tocó tirarla a una papelera antes de llegar a los rayos X. Al llegar al mostrador para enseñar el pasaporte, tuvimos que enseñárselo a una cubana, a la que le hizo mucha ilusión encontrarnos: nos dijo que no pasaban muchos españoles por allí (Normal. No conozco a demasiada gente aquí cuyo destino vacacional sea Phoenix… Y con razón.)…
Nos dirigimos a la sala de embarque, donde definitivamente pudimos ver los primeros indicios de que íbamos a embarcarnos hacia un lugar de lo más peculiar: había una pareja de mediana edad allí sentada (que bien podrían ser Pearl y Duane Henderson, la pareja de Ohio que George Stobbart conoce en el primer Broken Sword), la señora estaba bastante gorda, iba vestida de dominguera y ataviada con un sobrero de ala ancha, unas enormes gafas de sol y un bolso de plástico en el que se veía el símbolo de Las Vegas claramente. A su lado, estaba sentada una tía delgadísima, disfrazada de Victoria Beckham, con unos taconazos y totalmente vestida de rojo… El resto de la gente que esperaba parecían bastante normales dentro de la media yanqui, pero la cosa prometía...
Mucho tiempo después, nos llamaron para embarcar, y entramos en el avión. Nos habían tocado asientos separados, pero como entramos pronto, nos sentamos juntos, y la chica a la que tocaba sentarse en mi asiento (una chica negra altísima y muy guapa), nos cedió amablemente su plaza y nos pudimos sentar juntos… A pesar de todo, nada más despegar en aquella brillante mañana de Phoenix, Pablo se quedó totalmente dormido y yo también me eché mis cabezaditas en el avión... ¡ya llevábamos unas cuantas horas despiertos!
Como ya os digo, el vuelo duró poco más de una hora y en seguida estábamos aterrizando en la famosísima Ciudad del Pecado (por lo visto, ese apelativo de “sin city” se lo han quitado en los últimos tiempos, aunque todo el mundo sepa que la madre de todos los pecados podría ser Las Vegas), en el conocido aeropuerto McCarran. Al aterrizar, nos dimos cuenta de que Las Vegas bien podría estar en Marte: el desierto más seco en el que he estado nos rodeaba (¿No lo llaman “la sartén de América”? Lo vi el otro día en una serie), y en medio de la nada, si ningún tipo de preámbulo, ni casas en las afueras, brotaba de la arena seca la concentración más lunática de edificios que jamás he visto (pero bueno ¿qué os estoy contando? Todos habéis visto esos edificios en la tele, de los que os hablaré más adelante). Si en ese momento me hubieran dicho que allí vivía una comunidad de marcianos, me lo habría creído.
Por fin salimos del avión, y nada más salir del túnel que conectaba con el aeropuerto y entramos en la sala de embarque, aterrizamos en ese otro mundo: ¡un universo cuyo ritmo lo marca el tintineo de las máquinas tragaperras! (Sí, sí, podéis no creerme, pero ¡la propia sala de embarque era una sala repleta de máquinas tragaperras!).
(Fotos: 1) Puerta del control de policía en el aeropuerto de Phoenix, junto a la que estuvimos esperando un buen rato, 2) Navaja suiza parecida a la que Pablo tuvo que tirar, y también parecida a la que yo le regalé luego cuando pasé por Basilea, 3) Pasillo del aeropuerto de Phoenix, que tuvimos que recorrer para llegar a la zona de salas de embarque, 4) Un avión muy parecido al que nos íbamos a montar nosotros, 5) Sí, amigos, sí, una de las salas de embarque del Aeropuerto McCarran, recién aterrizaditos en Las Vegas... No pude contenerme de hacer la foto, porque las máquinas tragaperras me dejaron flipando...).
1 comentario:
Nos quedamos flipando con lo de las tragaperras en el aeropuerto. ¡Y el olor a tabaco! Parece que en Nevada se puede fumar en cualquier parte, y eso se nota en que se queda el olor por todas partes... y claro, antes en España era igual, pero ya nos hemos acostumbrado a que en los sitios cerrados no fume nadie ni huela a tabaco.
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